Hace una década, al final de mi primer semestre como profesor en Wharton, un alumno vino a verme para tutoría. Se sentó y se puso a llorar. Mi mente empezó a imaginar los acontecimientos que podrían hacer llorar a un alumno de tercer año de universidad: su novia lo había dejado; lo habían acusado de plagio. “Acabo de obtener mi primer 90 de calificación”, me dijo con voz temblorosa.
Año tras año, miro consternado cómo los alumnos se obsesionan por obtener calificaciones perfectas. Algunos de ellos sacrifican su salud; unos cuantos incluso han intentado demandar a la escuela después de no alcanzarlo. Todos se han unido al culto del perfeccionismo convencidos de que las altas calificaciones son un pase para poder estudiar en escuelas selectas de posgrado y recibir lucrativas ofertas de empleo.
Yo era uno de ellos. Comencé la universidad con la meta de graduarme con promedio de 100. Creí que eso sería un reflejo de mi capacidad intelectual y de mi fuerza de voluntad, una señal de que poseía lo suficiente para alcanzar el éxito. Pero estaba equivocado.
Las pruebas son claras: la excelencia académica no es un factor determinante de excelencia en la trayectoria profesional. Las investigaciones demuestran que, en todas las industrias, es moderada la correlación entre las calificaciones y el desempeño laboral durante el primer año después de la universidad e insignificante después de unos cuantos años. Por ejemplo, en Google, después de que los empleados pasan dos o tres años fuera de la universidad, sus calificaciones ya no influyen en su desempeño. (Desde luego, hay que decir que, si obtuviste notas apenas suficientes para aprobar, probablemente no terminarás trabajando en Google).
Las calificaciones académicas pocas veces evalúan cualidades como la creatividad, el liderazgo y la capacidad de trabajar en equipo, o la inteligencia social, emocional y política. Es verdad que los alumnos que siempre obtienen las notas más altas son capaces de atiborrarse de información y vaciarla en los exámenes. Sin embargo, el éxito profesional a menudo no tiene que ver con encontrar la solución adecuada para un problema, sino con encontrar el problema adecuado para darle una solución.
En un estudio clásico de 1962, un grupo de psicólogos hizo el seguimiento de los arquitectos más creativos de Estados Unidos y los comparó con sus colegas que estaban preparados técnicamente, pero que eran menos originales. Uno de los factores que distinguía a los arquitectos creativos era un expediente de calificaciones variables. “En la universidad, nuestros arquitectos creativos obtenían 84 en promedio”, escribió Donald MacKinnon. “En los trabajos y los cursos que les interesaban, podían obtener de 90 a 100 en desempeño, pero en los cursos que no despertaban su imaginación, no estaban dispuestos a trabajar en absoluto”. Le hacían caso a su curiosidad y daban prioridad a actividades que encontraban intrínsecamente motivantes, lo que a la larga les sirvió mucho en su profesión.
Obtener siempre la calificación más alta requiere adecuarse a las normas. Ser un profesional prestigioso exige originalidad. En un estudio sobre un grupo de alumnos que se graduaron con las mejores calificaciones de su clase, la investigadora en educación Karen Arnold descubrió que a pesar de que por lo general tuvieron carreras profesionales exitosas, pocas veces alcanzaron las jerarquías más altas. “No es probable que los mejores estudiantes sean los visionarios del futuro”, explicó Arnold. “Normalmente se adecuan al sistema en vez de revolucionarlo”.
Tal vez esto explique por qué Steve Jobs terminó el bachillerato con promedio de 80, J. K. Rowling se graduó de la Universidad de Exeter con apenas un promedio de 75 y Martin Luther King Jr. solo obtuvo un 100 en los cuatro años que estuvo en la universidad Morehouse.
Si tu objetivo es graduarte sin ninguna mancha en tu expediente, terminarás tomando cursos más fáciles y quedándote en tu zona de confort. Si estás dispuesto a tolerar ocasionalmente una nota menor, puedes aprender a programar en Python mientras te esfuerzas por interpretar Finnegans Wake. Al afrontar los fracasos y los tropiezos, obtienes experiencia, y esto te volverá resiliente.
Los alumnos con las calificaciones más altas también se aíslan socialmente. Pasar más tiempo estudiando en la biblioteca significa tener menos tiempo para cultivar amistades, integrarse a nuevos clubes o hacer trabajo voluntario. Lo sé por experiencia. No alcancé mi meta de 100; me gradué con 93. (Esta es la primera vez que comparto mis calificaciones desde que postulé al posgrado hace dieciséis años. En realidad, a nadie le importa). En retrospectiva, no quisiera que mis calificaciones hubieran sido más altas. Si volviera a vivirlo, estudiaría menos. Las horas que pasé memorizando el funcionamiento interno del ojo habrían sido más provechosas si las hubiera dedicado a ensayos de comedia en vivo y a más conversaciones nocturnas sobre el significado de la vida.
Los empleadores podrían indicar que valoran las habilidades más que un promedio perfecto. Algunos reclutadores ya lo hacen: en un estudio de 2006 sobre más de quinientas ofertas de empleo, casi el 15 por ciento de los reclutadores decidió no contratar estudiantes con calificaciones altas (quizás cuestionando sus prioridades y sus habilidades para la vida diaria), mientras que más del 40 por ciento no dio importancia a las calificaciones en su escrutinio inicial.
Aconsejo a los estudiantes de calificaciones perfectas que reconozcan que no alcanzar los resultados esperados en la escuela puede prepararlos para alcanzar grandes metas en la vida. Así que quizás es momento de aplicar su determinación a un nuevo objetivo: obtener al menos una calificación casi muy buena antes de graduarse.
Fuente: httpsss://www.nytimes.com/es/2018/12/11/obsesion-calificaciones/?smid=fb-espanol&smtyp=cur&fbclid=IwAR00ySeO2TRa_SzrvZpwZxpfpPczRL9GqEJdk4pL6L9jxdOm185XD433Eg0